Se lo dijimos, vaya si se lo dijimos a El Matemático... El Matemático es un colega al que llamamos así porque bebe muchísimo, está fatal del riñón y está todo el día echando cálculos. El tío siempre está de fiesta: sale una media de tres sábados por semana. Se mete de todo y aunque no es nada religioso, raro es que no celebre un domingo de gramos...
Pues se emperró con que quería ir a Ámsterdam a ponerse de todo. Nadie quería ir con él porque es muy agresivo y está muy desmejorado. Es por esto por lo que se rumorea desde hace 20 años que aún conserva el cuerpo de un jovencito... pero nadie sabe donde lo esconde. Pero es tan cabezón, que si su cabeza fuera un huevo Kinder, de premio traería la furgoneta de El Equipo A. Así que se fue él solo.
Aunque para El Matemático el estar en paro es como la gravedad, una costumbre a la que le cuesta mucho renunciar, a las dos horas allí ya estaba colocado. Se había fumado todo tipo de plantas y flores en Coffee Shops y demás tiendas del ramo, y se interesó por la micología: lo que viene siendo tomarse unas setas y hacer el mono. Después se fue a una discoteca, y aun estando que lo flipaba en colores, tuvo la precaución de esperar hasta que la planta carnívora con traje de faralaes se comiera al dragón azul que había en la puerta de la disco, antes de entrar en ella. Se puso a beber whisky hasta estar 4 copas por encima de par y empezó a bailar como un tonto... lo que se dice un baile de graduación... de 40 grados, para ser exactos. Se le veía bastante torpe: por la manera de tirar las copas se diría que era ambisiniestro...
Hasta aquí, todo bastante correcto. El problema vino cuando le apeteció tener más que palabras con alguna mujer de afecto negociable. Nunca se sabrá si fue el efecto alucinógeno de las setas, o simplemente unas inmensas ganas de follar, lo que hizo que se fijara en aquella mujer de un escaparate de la zona malota del barrio rojo. Si bien seguía siendo puta, hacía años que había dejado de ser señorita... No es que fuera fea, es que era la alcaldesa de Mordor. Lo que la pintura no era capaz de disimular, lo tapaba la escayola. Y es que, si la señora cada vez que echaba mano del pintalabios y el colorete, también lo hacía de la brocha gorda, el cincel y los planos de la obra, no se podía decir de ella simplemente que fuera fea: era en realidad la prueba de que dios también tiene sentido del humor.
Menos mal que aquella buena mujer echó la cortina del escaparate cuando El Matemático se metió en su habitación: presenciar lo que ocurrió allí dentro hubiera sido capaz de hacer que el hombre más feliz del mundo se cortara las venas durante una hermosa y soleada mañana de primavera. Y ya se sabe que acostándote con una de estas señoritas te pueden pegar de todo, pero incomprensiblemente a El Matemático le pegaron sentimientos: se enamoró. Y visto que ella no estaba muy por la labor y ya que ella le había robado a él el corazón, El Matemático decidió robarle a ella la caja del día...
"¡¿Qué haces, borracho de mierda?!", le dijo un tipo que tenía pinta de no tener un carácter del todo agradable. El tío era tan primario que seguramente hacía tiempo que había sido descalificado de la carrera evolutiva, a juzgar por sus cicatrices y su ojo de cristal. "¡No te atreverías a llamarme borracho si estuviera sobrio!", le espetó El Matemático con aire amenazador. El aire aún olía a sexo, pero también a una esperanza de vida bastante limitada. Y es que el gorila aquel se dedicaba a estudiar la lamentable brevedad de la vida humana y los medios de provocarla...
Aunque El Matemático tenía las mismas posibilidades de supervivencia que una medusa en unos altos hornos, se abalanzó sobre el gorila. Decir que hubo un intercambio de golpes sería una manera muy hipócrita de definir aquello: El Matemático se llevó tantos palos que hubiera podido reconstruir con ellos la Armada Invencible. Y acabó, no precisamente por su propio pie, sino por el del gorila aplicado repetidamente en todas y cada una de sus costillas, cayendo rodando al canal.
A todas las drogas que se había tomado hubo que sumarle otra: el tiempo. Y es que el tiempo es una droga, que como todas, en cantidades excesivas, mata. Sobre todo si es flotando boca abajo en el agua. Hay que decir que aquel canal de Ámsterdam, que tiene más mierda que el baño de los tres cerditos, es una de las pocas vías fluviales donde, de haber muerto El Matemático, la policía hubiera podido marcar con tiza la silueta de su cadáver sobre el agua. Pero por suerte o por desgracia, no hizo falta. Eso sí, desde entonces a El Matemático se le ha quedado una cara que parece uno de esos pasatiempos en los que tienes que ir uniendo los puntos, y muy pocas ganas de robar. Porque robar no sólo es malo, sino que además frena el crecimiento: para empezar, en muchos sitios puede hacer que te corten los pies o la cabeza.


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Nada más llegar al barco me bastó una palabra para tropezarme con mi propia alma cuando se me cayó a los pies: IMSERSO. Una cosa es colarse haciendo trapicheos con los papeles, y otra es perderlos directamente. Lo único cierto del crucero que me había contado El Príncipe es que más de la mitad de los viajeros eran mujeres sin pareja. Íbamos a estar dos semanas acosados en un barco de jubiladas viudas.
Lo primero fue ir a cenar. Se nos sentaron en la mesa un par de adorables ancianas. No teníamos nada en contra de ellas, pero es que eran el claro ejemplo de que vivir mata lentamente. Si hubieran tenido 20 años menos, aún les sobrarían otros 30. Tenían más arrugas que un saco de uvas pasas, y tras darme un par de pellizcos en el muslo y hacernos ocho comentarios picantes, empecé a dar indirectas para hacerle ver que no estaba interesado en ligar con ellas... Mirada huidiza... contestaciones con monosílabos... solicitar la orden de alejamiento...
En cuanto acabé de cenar fui corriendo hacia el camarote para atrincherarme allí, cometiendo el error de coger el ascensor. Menudo acoso. Si no fuera por los evidentes impedimentos biológicos, se diría que todas esas señoras estaban en celo. Y aún tuve que refugiarme un par de veces en un baño de caballeros antes de llegar. Lo siento por el pobre señor que se olvidara la alianza en el lavabo, pero me la apropié. No me iba a quitar ese anillo ni aunque el crucero recalara en Mordor. Hombre, no iba a ser un medio 100% efectivo para evitar los ataques de esas señoras, pero al menos para mí la pareja es sagrada. Yo personalmente nunca esperé menos de 24 horas para cepillarme a la ex de un colega.
Cuando El Príncipe volvió a la habitación por la mañana, nos fuimos en bañador a tomar el Sol en cubierta. Tras el sobeteo de culo de la noche anterior, a estas señoras les había quedado claro que no llevaba cartera ni dinero. Pero no me gustó el detalle de esa anciana que me metió un billete de cinco euros por la gomilla del bañador mientras me guiñaba un ojo. Definitivamente El Príncipe tenía un par de cosas que explicarme sobre la noche anterior.
Se había propuesto sacarse un dinerillo en el viaje a base de trapichear. Vale que alguna de las jubiladas tenía toda la cara de ser una destiladora de anís con patas... pero la maría que les había vendido no era precisamente María Brizard. Y si mal me parece que a los abuelillos les vendiera Smarties azules diciéndoles que eran Viagras, lo que hizo que un escalofrío recorriera mi cuerpo fue cuando me dijo que se había dedicado a hacer sesiones de striptease en los camarotes de las abuelillas. Y que esa noche haría una actuación en nuestro camarote. No recuerdo sufrir una sensación de desasosiego tan grande desde que oí que Enrique del Pozo y Camela habían grabado una versión a dueto de la Gallina co-co-ua...
El Príncipe tiene la cara perfecta para un programa de radio. Cuando repartieron las caras, a él le tocó cruz. Y de cuerpo... Las únicas veces que ha tocado un balón, una raqueta o una bicicleta, son las veces que las ha cogido en el Hipercor para asegurarse de que robaba la más cara. Y se nota. Pero en este barco el público era de fácil contentar, porque además, lo que no sabía yo era que El Príncipe la tenía como un calcetín lleno de arena. Se ve que de pequeño su hermano dormía en la litera de arriba y por eso siempre tuvo problemas de espalda.
Media hora antes de lo acordado, ya había más gente en nuestro camarote que en el comedor de Harry Potter. El camarote de los Hermanos Marx, una puta mierda en comparación con el nuestro. Comencé a sentirme más intranquilo que en el bautizo de un gremlin, y con gran esfuerzo conseguimos echarlas de allí. Las manos colándose por la puerta entreabierta, y los gritos que procedían del pasillo me hicieron sentir como si estuviéramos grabando REC 3.
Nos pasamos el resto del viaje montando barricadas en la puerta del camarote. No salimos de allí hasta que se acabó el crucero y sobrevivimos alimentándonos de tranchettes, mortadela y todo lo que el amable camarero del restaurante nos pudo meter por debajo de la puerta. Tras este viaje sólo pido una cosa: dios, si el día de mañana me quitas las fuerzas... ¡quítame también las ganas!