2 de octubre de 2010

Mi amigo El Príncipe

Me arrepiento de no haberme arrepentido nunca de nada. Pero esa etapa de mi vida se acabó. Menuda liada que me ha hecho El Príncipe. El Príncipe es un amigo al que llamamos así porque vive del cuento. El tío va tan pelado que hasta hace poco pensaba que Almorzar era el nombre de un rey árabe. No curra y sobrevive gorroneando a los colegas y merendando gratis en un comedor social: el Carrefour. El tío entra en el Corte Inglés... y se acaba la semana fantástica. Así que aunque no sale desde que estrenaron Los Goonies, no sé cómo no sospeché algo cuando me convenció para apuntarme con él a un crucero de oferta en septiembre...

Nada más llegar al barco me bastó una palabra para tropezarme con mi propia alma cuando se me cayó a los pies: IMSERSO. Una cosa es colarse haciendo trapicheos con los papeles, y otra es perderlos directamente. Lo único cierto del crucero que me había contado El Príncipe es que más de la mitad de los viajeros eran mujeres sin pareja. Íbamos a estar dos semanas acosados en un barco de jubiladas viudas.

Lo primero fue ir a cenar. Se nos sentaron en la mesa un par de adorables ancianas. No teníamos nada en contra de ellas, pero es que eran el claro ejemplo de que vivir mata lentamente. Si hubieran tenido 20 años menos, aún les sobrarían otros 30. Tenían más arrugas que un saco de uvas pasas, y tras darme un par de pellizcos en el muslo y hacernos ocho comentarios picantes, empecé a dar indirectas para hacerle ver que no estaba interesado en ligar con ellas... Mirada huidiza... contestaciones con monosílabos... solicitar la orden de alejamiento...

En cuanto acabé de cenar fui corriendo hacia el camarote para atrincherarme allí, cometiendo el error de coger el ascensor. Menudo acoso. Si no fuera por los evidentes impedimentos biológicos, se diría que todas esas señoras estaban en celo. Y aún tuve que refugiarme un par de veces en un baño de caballeros antes de llegar. Lo siento por el pobre señor que se olvidara la alianza en el lavabo, pero me la apropié. No me iba a quitar ese anillo ni aunque el crucero recalara en Mordor. Hombre, no iba a ser un medio 100% efectivo para evitar los ataques de esas señoras, pero al menos para mí la pareja es sagrada. Yo personalmente nunca esperé menos de 24 horas para cepillarme a la ex de un colega.

Cuando El Príncipe volvió a la habitación por la mañana, nos fuimos en bañador a tomar el Sol en cubierta. Tras el sobeteo de culo de la noche anterior, a estas señoras les había quedado claro que no llevaba cartera ni dinero. Pero no me gustó el detalle de esa anciana que me metió un billete de cinco euros por la gomilla del bañador mientras me guiñaba un ojo. Definitivamente El Príncipe tenía un par de cosas que explicarme sobre la noche anterior.

Se había propuesto sacarse un dinerillo en el viaje a base de trapichear. Vale que alguna de las jubiladas tenía toda la cara de ser una destiladora de anís con patas... pero la maría que les había vendido no era precisamente María Brizard. Y si mal me parece que a los abuelillos les vendiera Smarties azules diciéndoles que eran Viagras, lo que hizo que un escalofrío recorriera mi cuerpo fue cuando me dijo que se había dedicado a hacer sesiones de striptease en los camarotes de las abuelillas. Y que esa noche haría una actuación en nuestro camarote. No recuerdo sufrir una sensación de desasosiego tan grande desde que oí que Enrique del Pozo y Camela habían grabado una versión a dueto de la Gallina co-co-ua...

El Príncipe tiene la cara perfecta para un programa de radio. Cuando repartieron las caras, a él le tocó cruz. Y de cuerpo... Las únicas veces que ha tocado un balón, una raqueta o una bicicleta, son las veces que las ha cogido en el Hipercor para asegurarse de que robaba la más cara. Y se nota. Pero en este barco el público era de fácil contentar, porque además, lo que no sabía yo era que El Príncipe la tenía como un calcetín lleno de arena. Se ve que de pequeño su hermano dormía en la litera de arriba y por eso siempre tuvo problemas de espalda.

Media hora antes de lo acordado, ya había más gente en nuestro camarote que en el comedor de Harry Potter. El camarote de los Hermanos Marx, una puta mierda en comparación con el nuestro. Comencé a sentirme más intranquilo que en el bautizo de un gremlin, y con gran esfuerzo conseguimos echarlas de allí. Las manos colándose por la puerta entreabierta, y los gritos que procedían del pasillo me hicieron sentir como si estuviéramos grabando REC 3.

Nos pasamos el resto del viaje montando barricadas en la puerta del camarote. No salimos de allí hasta que se acabó el crucero y sobrevivimos alimentándonos de tranchettes, mortadela y todo lo que el amable camarero del restaurante nos pudo meter por debajo de la puerta. Tras este viaje sólo pido una cosa: dios, si el día de mañana me quitas las fuerzas... ¡quítame también las ganas!

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